jueves, diciembre 07, 2006

Pic-nic al más allá (Gonzalo Arango; poeta nadaísta)

Esa noche me invitaron a un pic-nic a la orilla del mar.

Recostado en un tronco con el cerebro lleno de humo, la lógica se hizo ceniza en la hoguera sagrada.

De repente sentí que la piel me abandonaba con una dulzura zozobrante y se incendiaba en una estrella, allá lejos.

Estaba fascinado con el prodigio.

Por mis venas no corría sangre, sino un éter seráfico que me aliviaba de la pesadumbre del cuerpo.

Cerrados los circuitos del pensamiento, volaba al infinito dentro de mí mismo, hacia Dios.

En algún momento me asaltó cierto terror relacionado con mi vida. Sentí que e m i g r a b a . . .

Un turbio sentimiento de culpa embargo mi alma por atreverme en los Enigmas.

Presentí, aterrorizado, que iba a suceder lo mismo con mi piel: una fuerza brusca, sobrenatural, me arrancaría de mí mismo para arrojarme al vacío.

Con un miedo impotente me aferré al tronco para evitar la caída, pero la madera empezó a crujir desintegrada, en un divorcio con mi cuerpo, como si la materia me hubiera desterrado de su realidad.

En el absoluto desamparo evoqué lo que más amaba, lo más bello que me retuviera de este lado del mundo: esa mujer, la turbadora promesa de su ternura sexual.

Fue inútil.

Nada podía alcanzarme en el vértigo de aquel abismo en que giraba lejos de la posibilidad humana.

Náufrago del cielo, perdido en el torbellino de las constelaciones, brizna de nada en la eternidad, era arrastrado por aquella marea de terror a un reino de luz espectral, en las ilimitadas orillas del no-ser...

Si mal no recuerdo, esa amarillez mística imitaba un cielo religioso en que la luz era beatitud.

Sin duda había muerto en la tierra. Esta evidencia se impuso con tal claridad que no tenía objeto rebelarme. Consentí mi muerte y ni siquiera podía recordarme como cuerpo.

Heme aquí despojado de materia, vago sin memoria en cielos vacíos.

¡Mi Dios, qué desiertos! Soledades puras... esa luz sin límites... sin distancias... en que me siento perdido.

No veo a Dios ni tengo esperanzas de encontrarlo.

Me pongo a buscar desesperadamente aquella mujer que amé en la tierra, de quien una vez más me vendría la salvación.

Esta ilusión gravita en mí como un destino.

Recorro todos los estadios de la eternidad: nada, ninguna presencia, ningún signo. Lo humano está ausente del mundo.

Oh dioses, ¿dónde ocultáis a los mortales?

La idea de que tendré que vivir toda la eternidad en esta ausencia, abruma mi alma con el peso de un exilio.

Siento la tierna y terrible nostalgia de la tierra, la sed de su jugos, el júbilo del ron alrededor de la hoguera, una cascada en el monte chorreando sobre una mujer desnuda, mi mujer en un campo de girasoles, una hamaca bajo las estrellas de Tolú, olor de campos arados, ríos de miel, de rocío, ¡oh, sí, la tierra, reino transparente de luz, de plenitud!

Cuando volví del más allá los alcatraces jugaban en las olas del inmenso loto, burbujas de sol en el aire.

La tierra era un sueño que despertaba de la pesadilla de Dios, y era verde.

La bendije.


Nota: el texto es contribución de Luisa Fernanda Ordoñez para sitio web de Gonzalo Arango

Fuente:

Obra negra. Santa Fe de Bogotá, Plaza & Janés, primera edición en Colombia, abril de 1993, pp: 184 - 185.

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